Treinta años no son nada.
Lo comprobé el pasado sábado, al reencontrarme con mis compañeras de colegio, treintaitantos años después. Nos separamos cuando teníamos trece o catorce años, y a muchas de ellas no las había vuelto a ver y, sin embargo, las reconocí a primera vista, y recordaba perfectamente sus nombres y apellidos, ¡ yo, que no me acuerdo del nombre de personas a las que veo a diario!.
Está claro, las cosas de la infancia son especiales. Se nos tatuan en la memoria y en el alma de una manera muy especial, no en vano los primeros años de vida son los cimientos de la casa, es decir, de la persona, y sobre ello se asienta todo lo que viene después.
Aquellas niñas, lógicamente, hoy son mujeres, pero son ellas, es decir, las mismas niñas, reconocibles, tienen sus voces y sus expresiones, seguro que han cambiado, pero las niñas que eran siguen viviendo aún dentro de ellas.
Ciertamente, aluciné. No sólo por reconocerlas y recordarlas, sino porque yo me sentí también recordada y reconocida.
Treinta años no es nada.O mucho, según se mire.
Confieso, como quizás recordeis los que leeis este blog, que de los diez años que pasé en el Colegio no guardo buenos recuerdos. Pero eso es otra historia, y ellas, las ochenta niñas que coincidieron en espacio y tiempo conmigo (8º A y 8º B) no tienen la culpa, y fue muy grato reencontrarlas, saber un poquitín de sus vidas....saber que siguen por el mundo, cada una dibujando un camino diferente.
Al fin y al cabo, están grabadas en mí, y jamás se borrarán.
Les deseo lo mejor, y que cuando pasen otros treinta años, volvamos a reencontrarnos y que en un cuerpo gastado por los años volvamos a reconocer a las niñas que fuimos.
Gracias, Monse, Menchu y Ana, por darnos esta oportunidad.